Miércoles 6 de Mayo

El tigre gordo del circo que pasaba

 

Iba a comenzar la nota con una cosa, pero esos caprichos de las neuronas (ellas mandan solas, diría Sting) tengo que empezarla con otra. Cuenta la leyenda que Ciriaco Ortiz, cordobés y bandoneonista “cadenero”, de esos que atan las notas y cantan la melodía y la letra, una melodía precisa, ajustada con los botones de la mano derecha se reía, era un gran humorista, y le decía al Chango Rodríguez, guitarrero y cantor riojano e ídolo cordobés, cuando este, para ganarse unos pesos en la fiesta del pueblo, empezaba un tema que decía:…” soy la muchacha del circo”… aludiendo a su fealdad, la del Chango, el Ciriaco lo interrumpía con su reflexión: …”si vos sos la muchacha, como serán de fieros los leones”…

En Coronda, donde en los veranos de la infancia me dejaban en la casa de la abuela y de los tíos, por la vereda de la casa que empezaba en la esquina eso, una casa, con porche, habitación al porche, baño en la otra puerta y en la tercera que daba al mismo porche, la entrada al living de la casa. Un porche que bien podría ser una galería, por donde se entraba oficialmente. 

Si uno no entraba a la casa, y continuaba en la calle, por la vereda, antes de la mitad de un portón de lata y un cerco de ligustros indicaba el camino hacia el fondo, a la mitad de la manzana, al rancho. Frente al ligustro la planta de lima, al terminar el cerco de ligustro, girando hacia la izquierda según el caminito de entrada, teniendo la pared de la casa a la derecha, aparecía el aljibe, el brocal, una parra, la enramada con la cocina, una cumbrera alta, la habitación con dos puertas, la otra puerta de esa inmensa habitación dormitorio de todos, esa otra puerta daba al patio, un patio casi siempre sembrado de verduras. La construcción llevaba, siguiendo la pared, a otra habitación, otra enramada con el banco de carpintero, con los avíos de pesca y después el baño afuera, el excusado. No había agua corriente. Para la casa funcionaba la bomba, bombear a mano el agua hasta el tanque. Esto tampoco es lo que quería contar. Las neuronas siguen haciendo de las suyas.

Por esa calle donde estaba la casa de mi abuela, la entrada de la esquina, la de mitad de cuadra con el ligustro guiando los pasos, quedaba media manzana hasta la otra esquina con un viejo alambrado de tres hilos. Sin árboles. Un descampado que era, en rigor, mas de un cuarto de manzana a tres cuadras de la plaza de Coronda. A cinco del río. Ya está. Por acá andamos. Estoy mas cerca de llegar a los recuerdos que esta pandemia reflota.

La peste en mi pago repone imágenes perdidas. Una suerte de saldos y retazos y cerrado por balance, como hacían las tiendas mas allá del 6 de enero y hasta que comenzase febrero y los botones y telas para el marzo de las clases y el otoño. Tiempos de trajes de media estación. Caja de seis pañuelos, camiseta de frisa.

Hablaban con mi tío los del circo, entraban dejando en el fondo tres casillas de madera, tres carromatos despintados y armaban la carpa. Pedían permiso para usar el baño de afuera, el excusado, y buscaban agua del pozo, del aljibe. Esa roldana y ese balde cargando tachos  (con agua de pozo) que llevaban con una carretilla, era un ritual de las mañanas de enero. Difícil que lloviese en enero.

Pasada la siesta los parlantes. No pagábamos entradas ni mis primos  ni yo. Por ahí andábamos, sin entender el Juan Moreyra ni asustarnos con el payaso aburrido que giraba en una pequeña bicicleta de una sola rueda.

Tenían un camello flaco y oloriento, raro olor el de ese animal, que nunca supimos para que servía, con esa joroba caída. Tal vez algún canje, un trueque o los restos de un número que incluía otras cosas. Vaya uno a saber.

Había dos burros que acarreaban cosas y un caballo viejo y blanco que trotaba con una chica arriba, vestida con una pollerita de volados. Frisón, frisón. Bueno, un percherón.

Nuestra verdadera atención la tenía un tigre. Le compraban comida, eran años que se regalaba “el bofe” (tráquea y pulmones y, casi por nada, el bife de hígado) y le conseguían alguna que otra carne vieja de allá, de la carnicería de la esquina de doña Sofía. Recién arrancaban las heladeras. Carne oreada, vaca muerta hace tres días, lo que no se vende se tira y zás, ahí ganaba el tigre su comida.

El dueño del circo, el que pactaba con mi tío, se calzaba unas botas altas sobre un pantalón azul y un saco dorado y hacia chasquear el látigo. El tigre saltaba, sin apuros, de una mesa alta a un cubo y después cruzaba por un aro. Iba y volvía. Acomodaban todo y anunciaban: “La vuelta de Juan Moreyra, el gaucho perseguido”. No nos quedábamos. Una lámpara, entre las casillas de madera y la jaula, iluminaba al tigre que descansaba sin prestarnos ni una mirada.

Los televisores, en estos días, sufren de excesos de Coronavirus como virósica informática. En cinco canales la misma idea, la misma.  Visitar a los dueños de un circo que dejó su carpa en un lado y las casa rodantes en otro predio (de 1950 hasta ahora ha cambiado mucho el confort de los trashumantes)

El circo es un testigo inatajable. Han cambiado mucho todas las cosas. Mucho. Ninguno, que supiésemos, se afligía por el destino de aquel tigre alimentado a bofe, y retazos de puchero de falda envejecida en el mostrador. No recuerdo la existencia de la Sociedad Protectora de Animales. No al menos allá, en Coronda. Si existía, lo dudo, no denunciaba al domador y sus latigazos.  El tigre, de eso doy fe, estaba cómodo y gordo.

Mis tías, eso lo recuerdo, comentaban la desgracia de Juan Moreyra. No es malo  – decían – hay mucha injusticia en este mundo…

Que sería de esta cuarentena con Ciriaco Ortiz, el Chango Rodríguez, el circo aquel, el aljibe, la planta de lima, que no naranja, no, de lima. También el tigre, claro, que como explicaba Borges, ni sabe que es El Tigre. Tampoco sabe qué cosa es la cuarentena. Engordaría simplemente. Sin noticieros, filósofos ni analistas. Corrección, noticieros si, pero no lo aprovecharían en su justa dimensión. El tigre que engorda gracias al coronavirus. 

Dicen que van a aflojar los controles de la Cuarentena ahora mismo, en mayo. Al tigre no habría que avisarle nada, solito se daría cuenta si vuelve la vida de tigre.