Jueves 20 de agosto – El atardecer de María Elena

Entre las bellas canciones de amor, hay muchas, muchas realmente poderosas para el recuerdo y lo que despiertan, pero hay una que, mas allá de sus condimentos personales, con esta pandemia me conmueve.

María Elena Walsh  escribió un poema donde dice:” Tantas charlas, tanta vida, tanto anochecer con olor a comida…” El sujeto es su pareja, la casa la define como un barco quieto, así se llama el poema: ”Barco Quieto”. Cierra cada estrofa con una aseveración: ”Afuera llora la ciudad tanta soledad”.

Muchas de las calles de la ciudad son eso, eso que define María Elena : una soledad que llora la ciudad.

En estos días de peste continua no hay modo de llenarlas de bocinazos, vidas, pibes en la vereda y mujeres con bolsos de la feria. Eso se extraña.

La peste ha obligado a extrañar lo cotidiano, lo común y, también, a exacerbar el reconocimiento de los detalles, los sonidos, los matices. En una de estas crónicas conté la trompeta del churrero a las seis de la tarde en el otoño, como si nada sucediese y sucedía: nadie lo paraba. Pasaba olímpica esa trompeta pero era otoño y ahora han dicho invierno o, como dice un amigo que acostumbra a desfigurar las palabras: “ han dicido inverno”. Bien o mal conjugado el frío acomoda las cosas para la tibieza y la cocina. Para el adentro.

La peste obliga a pensar el próximo movimiento en cada amanecer. El baño, el desayuno y la programación del día. No está la premura por salir hacia el trabajo o, para ser mas amplios, no aparece del mismo modo. Los trasnoches pueden ser de insomnio o series televisivas, la aventura de un libro descangalla almohadones y cobertores.

Soy un lector, ignoro si a los no lectores la peste les despertó la fiebre. En mi caso releo bastante. Miro series policiales, ya lo dije. Escribo. También cocino. Hablo, hablo mucho por teléfono. Escribo mensajes y cartas además de las de rigor y cocino. Lo repito porque es cierto y compulsivo.

He perdido un tanto el valor de las proporciones, una salsa para los fideos del domingo, una salsa bolognesa tenía un secreto encanto con las proporciones familiares pero para dos, ay, se redefinen los componentes, las sustancias, hasta el tiempo de cocción. Amasar fideos los sábados, antes de la noche para que estén” oreados” (confieso, no sé que otra palabra usar, con cual vocablo afinar el tema) algo mas secos para el domingo no es igual, he perdido el valor de las proporciones y las comidas se vuelven miedosas.

Comer ha dejado de ser un agasajo a quien sea, una preparación esperando la boca llena del otro y sus ojos, por donde se escapa el regusto o la sorpresa por la exorbitancia.

En la canción María Elena se hace una pregunta, le hace a su pareja una pregunta, argumentando con esa inquisición la inutilidad de su partida: “Qué nostalgia te puedes llevar, si de la ventana no vemos el mar”…

Podrá parecer tonto encontrar en un antiguo verso de la poeta la queja mas exacta: de la ventana no vemos el mar, pero de eso uno puede escaparse.

Lo que no tiene fin, no tiene escape, lo que aparece como un clásico “cul de sac” es la certera descripción del momento previo a la noche: charla, mucha charla y ese olor, el olor a comida.

“…Estos muros, estas puertas, no son de mentiras, son el alma nuestra, Barco quieto, morada interior…” María Elena explica la necesidad que no la abandonen, da razones. A esa despedida (reconozcamos, cuando dicen me voy… se van…) la hubiese sofrenado algo como esto, como una peste, una larguísima cuarentena y lo básico: el olor a comidas…

Los amores antes de la peste, si sirve como moraleja, no son como estos, ni por casualidad. Lástima María Elena, ya no está para contarlo. Afuera llora la ciudad.